El nacionalismo, un sentimiento que ha sembrado muerte y dolor en todos los rincones de este planeta, se nutre del rechazo a los demás
Parecido repudio se sustenta, a su vez, en la ficción de que los integrantes de la propia cofradía poseen atributos excepcionales, únicos e intransferibles a ningún otro individuo de la especie. Y esta peculiaridad, adoptada de manera categórica por el grupo, no es una simple e inocua diferenciación sino una declaración de superioridad a partir de la cual se puede proceder al avasallamiento o, llegado el caso, a la aniquilación pura y simple del contrario.
Lee Nuevamente padres del Centro Escolar de Tecamachalco denuncian abusos en cuotasEl nacionalismo necesita en permanencia de enemigos para cohesionar a los miembros de la colectividad. La figura de ese adversario debe representar una amenaza porque el propósito del discurso nacionalista, fomentado invariablemente desde el poder político, es despertar los instintos más primarios de las personas: quien se siente en peligro no quiere ya saber de matices ni tolerancias ni compasiones.
Al enemigo hay que deshumanizarlo también. Reducido calculada y deliberadamente a la condición de un salvaje, su exterminio se puede consumar sin mayores problemas de conciencia porque en el proceso no cabe ya ninguna empatía: ese extraño ser, oportunamente despojado de los rasgos que pudieren propiciar una mínima identificación, deja de ser un semejante para convertirse en un objeto prácticamente desechable.
La infinita crueldad de los hombres no sólo resulta del oscuro impulso de hacer el mal sino que puede explicarse también a partir de la reconversión del prójimo en un forastero sin atributos. Las hermosas palabras acuñadas en la estela de la Revolución Francesa no valen para los “extraños enemigos”. ¿Libertad? Sí, pero para nosotros nada más, no para ellos. ¿Igualdad? De ninguna manera, no son nuestros iguales. ¿Fraternidad? Tampoco: no nos une la hermandad, nos separa la diferencia. El nacionalismo a ultranza no es ajeno al radicalismo que tiene lugar en el ámbito de la política. Después de todo, lo que está en juego, en ambos espacios, es la lucha por el poder y el ejercicio de los liderazgos.
En este sentido, es muy preocupante el nivel de crispación que ha alcanzado la vida pública de nuestro país, toda proporción guardada. En las pasadas elecciones presidenciales los ciudadanos expresaron un profundo descontento y rechazaron la continuación del orden anterior. Uno pensaría que con eso bastaba, que el propósito primero que había expresado la voluntad popular —a saber, la alternancia— ya se había alcanzado.
Pues bien, no ha ocurrido así. Por el contrario, pareciera que los ganadores siguen en plena campaña electoral. Es decir, en guerra. Pero, no se enfrentan al enemigo venido de fuera. Combaten a otros mexicanos.
Esto tiene ya que parar. Por favor.
Columna de Román Revueltas Retes
Milenio
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