El covid va a clases

¿Regresar a la escuela o mantener a los niños confinados? ¿semáforo rojo o amarillo?

El covid va a clases

¿Dejar que la gente se procure la vida o someterla a confinamientos para que al menos siga con vida? La batalla contra el covid ha convertido a los gobiernos en gestores del mal menor. O del presunto mal menor porque, al tratarse de un terreno inédito que obliga al ensayo y error, no siempre son claras las consecuencias de cada una de las medidas tomadas para combatir el virus.

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Gestionar la crisis se ha convertido en muchas ocasiones en un estira y afloja entre dos objetivos mutuamente imposibles y contrapuestos: salud o bienestar económico. Endurecer controles para evitar la propagación del virus conlleva al deterioro de la actividad económica y comercial y por ende a la profundización del desempleo y la pobreza. Por el contrario, activar el comercio y permitir la normalización de los servicios para propiciar que la población se gane la vida, eleva de inmediato el número de contagios. Los gobiernos del planeta han tenido que adoptar políticas que se ubican en algún punto en la banda que se desliza entre estos dos objetivos tratando de no tocar los extremos: el colapso del sistema hospitalario, por un lado, o el colapso de la economía, por el otro.

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Y en esa banda no hay fórmulas mágicas ni recetas infalibles. Países que admiramos por el rigor y la severidad de las medidas adoptadas (Nueva Zelanda o Japón, por ejemplo) generaron sin proponérselo poblaciones indemnes ante la variante Delta y ahora se encuentran muy lejos de la inmunidad rebaño que en última instancia constituye la salida del túnel. Otros fueron más distendidos, pero apostaron por la vacunación intensiva, solo para descubrir que muchos de sus habitantes rechazan la vacuna y tampoco quieren saber nada de confinamientos o restricciones que no experimentaron ni siquiera al estallar la primera ola. Incluso países relativamente homogéneos entre sí como los escandinavos afrontaron el problema de forma absolutamente divergente. La laxa Suecia sufrió niveles de contagio más altos que Dinamarca y Noruega que aplicaron políticas restrictivas, pero hoy los números los están emparejando, pese a todo.

México ha intentado un poco de todo de acuerdo con sus posibilidades e idiosincrasia. Más allá de los errores de estrategia y de comunicación de parte de Presidencia y del responsable de combatir la pandemia, algo que ya se ha abordado en este espacio, el país libró el colapso hospitalario por las justas y, en el otro extremo, la autoridad no ayudó pero tampoco obstaculizó que los actores económicos buscaran la reapertura de sus actividades. En momentos ha sido demasiado severo para los muchos que literalmente se ganan el día a día, y en ocasiones ha resultado demasiado permisivo a juicio de los que han visto de cerca la devastación que provoca el virus. Ahora el debate sobre la apertura de las escuelas recorre al mundo entero y los gobiernos vuelven a ser sometidos a un desafío imposible. Por un lado, el clamor generalizado por parte de los ciudadanos urgidos de normalizar sus vidas y, por el otro, la obstinación de un virus recargado que insufla una tercera ola de contagios. El problema es que la población misma está divida frente a un tema que produce un impacto decisivo en las familias. Padres jóvenes desesperados por enviar a sus hijos a las escuelas para poder seguir adelante con sus vidas, conscientes de que pertenecen a un grupo de población de muy escaso riesgo. No solo se trata de la necesaria socialización que requiere un infante en crecimiento, algo insistentemente recordado por los pedagogos, sino el restablecimiento de rutinas diarias que fueron suspendidas y sustituidas por soluciones improvisadas que siempre se creyeron temporales. Pero, del otro lado, padres genuinamente preocupados por el riesgo directo en el que incurrirían sus hijos o el contagio que podrían provocar en hogares en los que habitan personas sensibles o con precondiciones. Lo que para algunos es una buena noticia para otros se convierte en la amenaza de una imposición inadmisible. Desde el principio el Presidente ha enviado mensajes que desestiman la gravedad y los alcances de la epidemia; un optimismo que los hechos han cuestionado una y otra vez. Primero asumiendo que el virus y sus consecuencias eran menos dañinos de lo que fueron y luego cantando con demasiada premura el inicio del fin de la epidemia. Hasta cierto punto es explicable el deseo del jefe de la Nación de querer minimizar los duros efectos que tendrían las medidas restrictivas o el pánico entre la población. Pero también es cierto que al desdeñar el tamaño de la amenaza propició actitudes irresponsables entre las autoridades y la población misma. Cuánto de esto es imputable al optimismo irreflexivo, por más bien intencionado que sea, de parte del Presidente y cuánto al absurdo empecinamiento de Hugo López Gatell en ofrecer argumentos “científicos” para dar la razón a AMLO, la tuviera o no, es un tema que el tiempo terminará por dilucidar. Sin embargo, en lo que toca al regreso a clases este lunes 30 de agosto, me parece que la actitud es correcta, considerando las muchas variables que están en juego. La autoridad ha decidido iniciar el calendario escolar sin hacerlo obligatorio. De esa manera se ofrece una salida a las familias urgidas de enviar a sus hijos a la escuela, sin cancelar la posibilidad de que otros opten por quedarse en casa y continúen cursos en línea. Por supuesto que hay implicaciones y contratiempos con una medida que introduce velocidades distintas dentro de los grupos escolares y habrá muchos aspectos prácticos a resolver para no exponer a los maestros, y a los propios alumnos, a riesgos innecesarios. Es inevitable que exista una agria polémica sobre un tema decisivo para la población y sobre el cual todo mundo parece tener una opinión categórica. La tentación de sacar raja política está a la vista. Pero habría que hacer el esfuerzo, por una vez, de entender que no todas las familias se encuentran en la misma tesitura y que eso exige buscar soluciones a mitad de camino. Quizá no son ideales para nadie, o al menos no para todos, pero intentan incorporar las necesidades de muchos o de los más posibles. No será fácil, hay retos para sacar adelante un retorno a clases bajo condiciones tan complejas. Solo espero que a los obstáculos no se añada el torpedeo de los que busquen el fracaso de la medida, sea por mezquindad política o por necedad porque la propuesta del gobierno no se acomoda a sus muy particulares necesidades. Lo sabremos pronto.

Columna de Jorge Zepeda Patterson

Milenio

Foto ArchivoM

vab

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