La Pluma

Renovación

Ricardo Monreal

Ricardo Monreal

Hay un pasaje en el Evangelio de Lucas que no sólo inaugura el ministerio de Jesús de Nazaret, sino que también define el sentido profundo de su misión en este mundo: poner primero a las personas pobres, sanar el dolor humano y luchar contra la injusticia.

Dicho pasaje es Lucas 4:18, y señala: “El Espíritu del Señor está sobre mí, por cuanto me ha ungido para dar buenas nuevas a los pobres; me ha enviado a sanar a los quebrantados de corazón; a pregonar libertad a los oprimidos…”

Suena vigente, ¿verdad? Lo es. Porque ese mensaje, con más de dos mil años de antigüedad, sigue sonando fuerte para quienes a lo largo de nuestra vida hemos creído en la justicia social, y trabajado por alcanzarla desde cualquier trinchera.

Por ello, la Semana Santa y la de Pascua tienen un significado más profundo, que va más allá del asueto o las vacaciones. Son recordatorio de que existió un hombre que entregó su vida a la transformación del mundo a través del amor, de la solidaridad y de la lucha contra la injusticia.

Jesús de Nazaret predicó la paz, pero también la encarnó. No habló solamente de compasión; la ejerció. No sólo denunció la corrupción; la enfrentó. Y por eso fue perseguido, torturado y crucificado. Su resurrección es, además de una promesa espiritual, una metáfora poderosa: después del dolor, viene la esperanza; luego de la oscuridad, viene la renovación.

Vivimos en un mundo en el que, desafortunadamente, persisten desigualdades, guerras y violencia. Y por eso mismo el mensaje de Jesús sigue teniendo eco. Porque no vino a hablarles sólo a los santos, sino a tocar la vida de los rechazados. Porque no eligió el templo de los poderosos, sino el camino del pueblo. Porque no se sentó con los príncipes, sino con los enfermos, las mujeres, los marginados, los niños y los migrantes de su tiempo.

¿Fue fácil esto? No. La Semana Santa nos recuerda que por ello lo acusaron, lo ridiculizaron, lo traicionaron y crucificaron. Su sacrificio, más allá de lo religioso, nos confirma que, en la lucha por un mundo más justo, lo importante es no desistir, sino saber que cada decisión, cada política que pone por delante al ser humano antes que a la riqueza es un paso más hacia la renovación.

En México, este mensaje tiene especial resonancia. Desde 2018, con el inicio de la Cuarta Transformación, se puso en el centro de la vida pública lo que durante décadas fue ignorado: el bienestar de las personas en situación de pobreza. Se construyó una nueva ética pública, la de servir al pueblo, no servirse de él. Se volteó la mirada hacia las y los adultos mayores, hacia las juventudes, los pueblos originarios, las mujeres, los olvidados.

Y de eso se trata también la Semana de Pascua: de renovar la esperanza. De entender que la transformación verdadera comienza por uno mismo, pero que no termina ahí, sino que se expande, se contagia y se vuelve causa común. Y si bien cada quien la vivimos desde nuestra fe o conciencia, hay valores que trascienden credos, como la dignidad humana, la empatía, la justicia y la libertad.

Jesucristo no fue neutral. Tomó partido por las personas desposeídas. Y eso lo vuelve más que una figura religiosa, lo convierte en una figura política en el sentido más noble del término, un protagonista de la transformación, como guía, como referente de una ética del cuidado y la compasión.

No se trata de imponer una fe, sino de recuperar una visión que implica actuar. Implica mirar a nuestro alrededor y preguntarnos qué hacemos por el prójimo y si estamos construyendo puentes o levantando muros.

La renovación empieza en el corazón, en la conciencia y las decisiones cotidianas. Desde ahí se puede irradiar a la sociedad entera; alimentar una cultura de la paz, del respeto, del diálogo y la solidaridad; inspirar políticas públicas centradas en la justicia, y guiar la conducta de quienes tenemos la responsabilidad de trabajar no para unos cuantos, sino para todas y todos.

Ojalá que esta Semana Santa y de Pascua no pasen sin que reflexionemos sobre el México y el mundo que estamos construyendo. Que no acaben sin que abramos los ojos, como Jesús lo hizo, a la realidad de quienes más sufren. Que no terminen sin que renovemos nuestro compromiso —personal, social y político— con una sociedad más incluyente, más compasiva y más justa.

Porque la transformación no es únicamente una consigna, sino una responsabilidad ética. Urge recordar que ningún progreso es auténtico si excluye a las y los más rezagados; que ninguna democracia es plena si deja fuera a las voces diferentes; que ninguna economía es justa si perpetúa la pobreza de millones. Esa es la verdadera renovación y la causa que nos convoca.

 

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clh

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